<<México-Tenochtitlan, 30 de Junio de 1520>>
Regimientos completos de hombres blancos y guerreros texcaltecas huían
en desbandada por las calles de Tenochtitlan. Presas del pánico y el
miedo, corrían despavoridos en dirección hacia Tlacopan, donde esperaban
reagruparse para efectuar la más cobarde de las retiradas.
Mi
madre nos permitió observar el intento de escape de los farsantes
pálidos desde una de las ventanas de nuestra casa. Ella misma se
permitió arrojar algunas piedras durante el caos reinante de aquella
cálida noche. Recuerdo que mi hermano y yo reímos cuando una de esas
rocas le pegó en la cabeza a una de sus enormes bestias de largas patas.
El hombre que montaba a aquel monstruo cayó estrepitosamente al suelo.
Intentó levantarse, pero jamás lo logró.
Uno de nuestros nobles
Cuauhpilli descendió sobre él y le atravesó la garganta con su lanza. El
hombre blanco ni siquiera pudo dar un último aullido de dolor. Tan
pronto como su cuerpo dejó de respirar, numerosos macehualtin le
despojaron de su ropa metálica y sus horrendas armas. Las arrojaron a
los canales y gritaron de felicidad conforme las observaban hundirse en
el agua.
De pronto, una de esas espantosas bestias de cuatro
patas irrumpió en la calzada a toda velocidad. Si nadie le daba alcance,
pronto tendría el camino libre hacia Tlacopan, donde capturarlo sería
prácticamente imposible ya que alcanzado ese punto, podría escapar hacia
cualquier parte.
Sin embargo, parar a la bestia no era tarea
sencilla; dos campeones flecha le salieron al paso, pero fueron
incapaces de frenar la embestida del furioso animal. Además, el hombre
que lo montaba era especialmente peligroso y diestro con la espada. Su
nombre era Juan Velázquez de León, y aquella noche vestía una tosca ropa
plateada con vivos dorados, los cuales intentaban dibujar en su pecho a
una especie de ocelotl con melena larga. Avanzaba dando furiosos
mandobles a diestra y siniestra mientras la fiera continuaba su furiosa
carga.
Le arrojamos algunas rocas, pero no pudimos hacerle nada.
Conté a diez de nuestros guerreros caídos bajo su espada. Quizá su
tonalli era huir con vida de Tenochtitlan y por eso nadie era capaz de
plantarle cara. Nos resignamos a verlo escapar…
Sin embargo, la
vieja luna Coyolxauhqui aún tenía algunas sorpresas reservadas para
aquella noche: de entre las sombras, una ágil figura saltó hacia él,
obligándolo con un puñetazo a abandonar su montura. El golpe provocado
por su caída fue seco, violento, emotivo… su animal huyó despavorido
cuando se vio libre del peso humano. Nadie hizo ningún esfuerzo por
alcanzarle.
Mientras tanto, Velázquez de León se levantaba con
dificultad del suelo. Hincó la rodilla en tierra y agitó su espada en el
aire llamando a un tal “Santiago”. Nunca supe quién era ese tipo, y
tampoco es algo que me preocupe desconocer. Lo único que me importaba en
aquel momento era descubrir al autor de tan espectacular maniobra de
ataque sobre el hombre blanco.
Y cuando lo vi, mi corazón dio un vuelco.
Era mi padre, el campeón Ocelopilli Tleyotzin, quién se disponía a
hacer frente al temible demonio blanco. El sujeto barbado sonrió al
verlo. Quizá creyó que era demasiado joven como para enfrentarlo. Si fue
eso, puedo asegurar sin lugar a dudas que estaba equivocado. Mi padre
ya había visto llegar la primavera de Xipe Totec 30 veces en su vida,
además había participado en más de 20 guerras floridas, donde en una
misma campaña capturó a doce esclavos, todos ellos nobles. Fue tal la
magnitud de aquella hazaña, que logró elevarlo por fin al rango de
Campeón de la orden del Jaguar.
Confiado, el invasor lanzó un
golpe de espada con dirección a mi padre. Este se quitó hábilmente e
impactó su escudo de plumas en la cara de su enemigo. El golpe fue
devastador. Uno de los dientes de aquel farsante blanco cayó al suelo
inmediatamente después del ataque.
Sobra decir que esto lo
enfureció. Tomó su espada con ambas manos y la agitó numerosas veces
frente a mi “tata” intentando darle alcance. Nunca lo consiguió. Sus
movimientos eran lentos y pesados. Tleyotzin se movía con la agilidad de
un jaguar, brincando de un lado a otro y lanzando esporádicos gritos de
guerra cuya principal finalidad era desesperar al soldado rival.
Velázquez de León se desabrochó el peto de metal y lo dejó caer en el
suelo de la calzada. Luego hizo lo mismo con su casco. Sonrió y reinició
su ataque. Ahora era más veloz, mi padre tuvo que frenar sus embates
con su maqahuitl en todas y cada una de las ocasiones.
El hombre
blanco era en verdad un luchador formidable. Mi “tata” lo sabía, y por
eso dejó de estar a la defensiva en cuanto tuvo oportunidad. En un
momento en que el invasor giró sobre su talón y dio una sorpresiva media
vuelta para sorprender a mi padre, este giro sobre el suelo y se puso
detrás de él, y con toda la fuerza de la que fue capaz, descargó un
furioso golpe de maqahuitl sobre la espalda de su adversario.
Lo
tumbó al suelo, pero no lo mató. El maldito extranjero nos tenía una
sorpresa guardada. Debajo de su camisa roja acolchada, llevaba puesta
una curiosa túnica de anillos metálicos que le había servido para
salvarle la vida.
Nuevamente se lanzó al ataque. Esta vez siempre
con la espada mostrando la punta. Quería a toda costa perforar la piel
de su enemigo. Durante la estancia de los invasores habíamos conocido la
peligrosidad de sus armas, y sabíamos bien que si su espada alcanzaba a
mi padre, la armadura de algodón con manchas de jaguar no serviría de
nada para protegerle.
Tleyotzin debía de esperar el momento
adecuado para ejecutar su ataque definitivo, o simplemente seria uno más
de los valerosos mexicas caídos ante el ejército extranjero.
Enfurecido de que mi “tata” solo rehuyera a sus embates, Velázquez de
León decidió poner toda su suerte en un último ataque: descargó un
furioso golpe circular con su espada en dirección a los pies de mi padre
intentando hacerlo tropezar. Tleyotzin evadió el ataque con un saltó y
cayó agachado frente al invasor. Eso era justamente lo que su enemigo
esperaba, porque inmediatamente después levantó el arma por encima de su
cabeza y dejó caer un furioso mandoble sobre la humanidad de mi
progenitor.
Creímos que esa era el fin. Cerramos los ojos y le rogamos a Mictlantecuhtli que acogiera en su reino a nuestro valeroso padre.
Abrimos los ojos, ¡Y la sorpresa fue más que grata! El campeón
Ocelopilli había detenido el golpe sosteniendo con ambas manos su
maqahuitl en posición horizontal. Dado que el metal de la espada
extranjera era mucho más pesado que la madera y la obsidiana, la
maqahuitl de mi padre se rompió en mil pedazos inmediatamente después
del impacto.
Sin embargo, eso pequeño sacrificio le permitió
ganar valiosos segundos para inclinar la batalla a su favor. Con un
movimiento veloz y preciso, sacó de su cinturón un filoso cuchillo
ceremonial de pedernal. Giró sobre su propio eje y clavó la mortal daga
sobre la nuca de Velázquez de León.
El invasor cayó al piso de
forma inexorable. Había encontrado la muerte a manos de un guerrero que
en todo momento de la batalla fue infinitamente superior. Mi madre
lloraba lágrimas de alegría. No era para menos, jamás en la vida
volveríamos a ser testigos de un combate en el que participara mi
“tata”.
Descendí las escaleras de la casa y salí al patio para ir corriendo a su encuentro.
Mas como dije antes, la vieja luna Coyolxauhqui aún tenía algunas
sorpresas preparadas. Un ruido ensordecedor se apoderó del ambiente por
un pequeño instante. Luego un humo delator surgió de detrás de un montón
de cestos llenos de cantera.
Había sido un disparo de las “varas
de fuego” del ejército invasor. Y el destino había sido mi padre… se
mantuvo de pie algunos segundos, pero luego su cuerpo se estremeció y
termino estrellándose contra el suelo.
El cobarde tirador
extranjero se estaba apresurando a recargar su arma cuando un dardo
lanzado por un atlatl le quitó la vida. Un campeón Cuauhpilli había sido
el autor de aquel ataque con sabor a venganza. No pude verle el rostro,
porque apenas vi abatido al enemigo, emprendió la carrera hacia Popotla
en busca de más traidores e invasores.
Mi hermano jura que aquel
misterioso campeón fue el Huey Tlatoani Cuauhtlahuac. La verdad es que
en aquellos instantes, eso era lo que menos importaba…
Mi “tata”,
mi ejemplo, mi héroe… había caído injustamente aquella cálida noche. Lo
había derribado una miserable bola de metal lanzada por una indigna
“vara de fuego”. Mi “tata” que merecía una muerte digna en el campo de
batalla, había sucumbido ante un deleznable tirador cobarde oculto
entre las sombras de unas simples piedras.
Corrí hacia él. Aún lo
encontré con vida. El agujero en su pecho emanaba sangre en un flujo
triste y constante. Traté de taparlo con mis pequeñas manos, pero pronto
el reguero carmín cubrió también mis manos. Fue entonces cuando mi
padre las sujetó y me dijo:
- Mi muy amado hijo. Alza mi escudo
de plumas y llévalo a casa. Que tu madre llore sobre el corazón de fuego
dibujado en su cara, y que tus hermanos pequeños lo acaricien hasta que
el sueño atiborre sus almas. Mi muy amado hijo, alza mi escudo de
plumas y marcha orgulloso. Levanta la cara y sonríele al sol. Déjale
saber a todo el Anáhuac, que tu padre, el honorable Tleyotzin, no solo
vivirá para siempre en tu espada, sino también en tu alma…
Y
entonces su último aliento se extinguió. Murió frente a mis ojos, murió
tomando mis manos. Alcé su escudo y cumplí su última orden. Lo llevé a
casa y todos lloramos sobre él. Y aquella noche, alegre para algunos y
triste para otros, hicimos una última promesa:
Sin importar cuanto tiempo nos tomara, debíamos librar a nuestra tierra del temible hombre blanco.
Fuente: Planet of Aztecz
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